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A estas alturas, es ya evidente que el impacto económico de la pandemia va a ser gigantesco. En las líneas que siguen voy a tratar de hacer un breve resumen de las primeras cosas que se han escrito sobre el tema desde el punto de vista económico. Ocurre que, en el momento de redactar esto, una economista llamada Lidia Brun se me ha adelantado en una magistral entrada en el blog Agenda Pública. Así que, además de citarla, os invito a que leáis esa entrada donde podréis ver más ampliamente alguna de las ideas que voy a desarrollar brevemente aquí y bastantes más. Intentaré también aportar algo al respecto.
Quisiera también dejar claro desde el principio que la parte económica es solo una de las caras de este complejo poliedro que es el mundo en 2020. Y no es seguramente la más compleja. Principalmente, el asunto que este virus pone encima de la mesa es cómo convivimos con el riesgo, ya sea en lo económico, en lo ambiental o en lo social. Durante un tiempo prolongado hemos vivido bajo el (falso) supuesto de que el riesgo es una variable mesurable. En esta concepción, uno puede asignar probabilidades a los fenómenos adversos y asegurarse después frente a ellos pagando una determinada cantidad. Bajo esta premisa, el riesgo está esencialmente “bajo control”. Frente a esta configuración mental, hace exactamente un siglo que Frank Knight planteó el concepto de incertidumbre. Para este autor, la incertidumbre es, en esencia, que desconocemos qué cosas no sabemos, por lo que no podemos cuantificar el riesgo que estamos asumiendo. En situaciones normales, la ficción de que vivimos en un mundo con riesgos conocidos y controlados puede servir. Pero esta no es evidentemente una de esas situaciones.
Dado que las ciencias sociales en general y la Economía en particular están configuradas bajo ese prisma de riesgo y no bajo el de incertidumbre, la reacción a este tipo de fenómenos (Black Swan, en la terminología de Nassim Taleb), es muy problemática. Por ejemplo, vemos claramente que dejar esto a la autorregulación descentralizada de los agentes privados racionales no es una opción. Sencillamente, estamos funcionando en un modo distinto. Los problemas de coordinación de decisiones individuales son tan enormes que solo un milagro conseguiría que funcionasen de forma sincronizada.
Desde un punto de vista Macroeconómico -ahora me voy centrando más en terreno algo menos movedizo para mí- estamos claramente ante una perturbación tanto de oferta como de demanda. En una primera valoración, Kenneth Rogoff hablaba de las similitudes a la crisis del petróleo por las evidentes restricciones a la producción (oferta) de la economía. Sin embargo, las previsiones más optimistas del efecto en la demanda que hace P.O. Gourinchas, uno de mis economistas preferidos, sitúa el efecto de ese shock de demanda en nada menos que el 8% del PIB. Por tanto, estaríamos ante un impacto inicial superior al de la crisis financiera de 2007. La escasa expectativa de inflación que revelan los precios de los bonos protegidos de ella revela que los mercados financieros, esos condensadores mágicos de información según F.A Hayek, le están dando la razón más a Gourinchas que a Rogoff.
Sea cual sea el vencedor de esa desgraciada batalla, está claro que el conjunto será procíclico en producción (ambos efectos se suman), e indeterminado en tasa de inflación, aunque esto último habría que decirlo con permiso de Knight. La cuestión fundamental no es decir esta obviedad sino plantear qué cosas hay que hacer para, si no revertirlo, al menos parar el golpe atroz que sufrirá la macroeconomía en general y la microeconomía de la mayoría en particular.
La palabra clave aquí es actuar rápido y contundente. Eso es lo que autores como Olivier Blanchard, Robert Farmer han dejado claro desde el principio. También parece que hay consenso en que la política fiscal ahora no puede quedar atrás y que la política monetaria tendrá que acompañarla esta vez. Se trata de no hacer lo contrario para no repetir el craso error no forzado que cometió la zona Euro en 2010 y que condenó a varios de sus miembros a un lustro más de penurias del “debido”.
Aunque hay acuerdo en esas recetas generales, el demonio está en los detalles. La “fontanería” de esta operación está mucho menos definida por la sencilla razón de que nadie se ha enfrentado nunca, en palabras de Luis Garicano, a descongelar una economía que se ha quedado congelada. La cuestión está, nuevamente, en dónde situamos los riesgos conocidos y dónde las incertidumbres por conocer. Algunos ven la supeditación de los bancos centrales a los gobiernos como el principio del Apocalipsis. Esa es la configuración mental del grueso de los economistas “relevantes” (como les gusta autodenominarse) en activo. No en vano es un consenso que ha perdurado algo más de tres décadas. Por el otro lado, alguno de esos relevantes economistas, como Jordi Galí, han hecho un llamamiento reciente a la solución heterodoxa de recurrir a la expansión monetaria directa como microondas para descongelar la economía.
Quiero terminar con un tema menos tratado pero a mi juicio muy relevante: los efectos de esta congelación sobre la desigualdad. A diferencia de hace una década, esta vez no podemos dejar de estar prevenidos sobre el hecho evidente de que mientras a unos se les congelarán acaso las puntas de los dedos, otros verán congelada la mano entera. La fontanería de las medidas no solo son los grandes tubos macroeconómicos de cuánto gastar y como financiarlo, sino los tubos pequeños, microeconómicos, que repartan esas ayudas a todas las partes del cuerpo social. Concluyo como empecé, la parte económica aislada de la social puede ser viable financieramente, pero políticamente desastrosa. Nada que no hayamos visto palmariamente en la última década.
Título: Economía del Coronavirus
Autores: Jorge Bielsa Callau,
Docente e Investigador del Departamento de Análisis Económico Facultad Economía y Empresa de Zaragoza
18 de marzo de 2020